La derecha de todo el mundo ha afincado la supervivencia de la especie humana en el aumento desmesurado del capital, sin medir las consecuencias para la especie humana. Por un lado, las extensas jornadas de trabajo que agotan las energías del trabajador y, por el otro, la destrucción de la naturaleza imponiéndole una reglas empresariales que han acarreado el agotamiento de los recursos en los biosistemas que los sustentan. Así comenzó la revolución industrial después de pasar los tiempos de la edad media una época agrícola y comercial, basada en manufacturas que creaban las comunidades cercanas a los ríos o a los grandes mares. Por allí se movía todo lo que el hombre tenía disponible para el intercambio o la venta.
En cualquier texto básico de historia de la economía encontramos los cambios registrados durante la segunda mitad del siglo XVIII y principios del siglo XIX. A partir de allí, la aceleración del cambio se vino encima de todos nosotros y cuando nos dimos cuenta la tecnología nos había controlado, la población había aumentado geométricamente, los alimentos aumentaron en algunos países pero en otros siguen escaseando, de manera que hoy millones de personas pasan hambre en todos los continentes. Desde la primera mitad del siglo XIX los teóricos iniciaron la discusión sobre los contrastes que plantean riqueza y trabajo. Unos dicen que sin capital nada se produce y los trabajadores que sin los obreros el capital no existiría. La aparición de un Estado benefactor es consecuencia de que exista una autoridad que modere a los unos y a los otros para vivir en armonía.
En estudios de la CEPAL encontramos estas afirmaciones: “el análisis integrado de la economía y la política social tiene una larga tradición; de hecho, constituye el eje de las grandes vertientes de la moderna sociología histórica y de los estudios del desarrollo económico, de Marx a Weber, a Durkheim y a Polanyi. En el campo de la teoría económica, asume los postulados del pensamiento neoclásico, que relaciona la política social con sus efectos redistributivos y de inversión en capital humano”. (2006). Hoy nuestra Corte Constitucional recuerda en muchas sentencias el artículo 1 de la Carta Política: “Colombia es un Estado social de derecho, organizado en forma de República unitaria, descentralizada, con autonomía de sus entidades territoriales, democrática, participativa y pluralista, fundada en el respeto de la dignidad humana, en el trabajo y la solidaridad de las personas que la integran y en la prevalencia del interés general.”
Del mismo modo, los incisos 2° y 3° del artículo 13 superior disponen que: “El Estado promoverá las condiciones para que la igualdad sea real y efectiva y adoptará medidas en favor de grupos discriminados o marginados. El Estado protegerá especialmente a aquellas personas que por su condición económica, física o mental, se encuentren en circunstancia de debilidad manifiesta y sancionará los abusos o maltratos que contra ellas se cometan.”(Negrilla fuera de texto). Pero hay otros que hablan de la solidaridad y que la Corte define como “un deber, impuesto a toda persona por el solo hecho de su pertenencia al conglomerado social, consistente en la vinculación del propio esfuerzo y actividad en beneficio o apoyo de otros asociados o en interés colectivo”. La dimensión de la solidaridad como deber, impone a los miembros de la sociedad la obligación de coadyuvar con sus congéneres para hacer efectivos los derechos de éstos, máxime cuando se trata de personas en situación de debilidad manifiesta, en razón a su condición económica, física o mental”. Moderemos entonces al capitalismo con una política extrema de solidaridad en beneficio de los más vulnerables.
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