Uno de los más grandes fracasos de una política pública se ha dado en la estructuración de los llamados sistemas masivos de transporte, sistemas integrados y sistemas estratégicos. Para el gobierno nacional era claro, incluso antes de la expedición de la Ley 310 de 1996 que en el sector había deficiencias en la planeación, control y estrategias para la prestación del servicio. Ausencia de indicadores operacionales, superposición y paralelismo en rutas, incumplimiento de normas y los principios del servicio, ausencia de procesos de selección y capacitación de conductores, baja rentabilidad económica, ineficiencias del sistema en operación que se trasladan al usuario en la tarifa, tarifas solo basadas en los consumos del vehículo y no considerando operaciones eficientes del equipo. Todo lo anterior llevaba a concluir que en las condiciones señaladas en que se desarrollaba la industria del transporte, se presentaba una considerable reducción de ingresos normales a los inversionistas, incremento de los costos de operación, informalidad y por ende una baja sostenibilidad del sistema.
No obstante ese conocimiento relevante del estado de cosas, el gobierno de la época apremió a todos los Alcaldes de Capitales a incorporarse a esa idea “luminosa”, sin tener en cuenta que las pérdidas del servicio eran asumidas por los transportadores constituyéndose en el mayor subsidio que los particulares otorgaban a los usuarios del transporte. El diseño de la nueva política estaba basado en definir una estructura financiera de los proyectos que fueran favorables a los intereses de la Nación y de las entidades que los adoptaran y administraran, y que garantizaran el cierre financiero y la sostenibilidad de la sociedad por acciones que será la titular de este tipo de sistema de transporte, en caso de hacerse un aporte de capital. La idea inicial era construir “un sistema de transporte masivo de pasajeros basado en buses inspirado en experiencias exitosas aplicadas en otras ciudades del mundo, como Curitiba y Porto Alegre, en Brasil. El Sistema se estructura en corredores troncales, con carriles destinados en forma exclusiva para la operación de buses articulados de alta capacidad. Esta red de corredores troncales se integra con rutas alimentadoras, operadas con buses de menor capacidad, para incrementar la cobertura del sistema. La conclusión de quienes impusieron ese modo de transportarse era que se alcanzaría el éxito, pero al final como lo demuestra la realidad, se trata de “un monumento destinado al fracaso”. Faltaron estudios más serios, más planificación del desarrollo de los proyectos y algo elemental: el control de la ilegalidad y de la informalidad en el transporte. A todo esto se agregó el aumento constante del mercado de motocicletas en Colombia, que desplazó usuarios del bus a ese modo individual de movilidad.
Si hay responsabilidad de que la política de movilidad urbana con base en dichos sistemas hubiera fracasado es del gobierno nacional, en cabeza de Andrés Pastrana, con el apoyo incondicional de Enrique Peñalosa Alcalde de Bogotá el primero en inaugurar el sistema Transmilenio, que se interesaron únicamente en asignar recursos para infraestructura urbana, de donde se derivaron jugosos contratos para las cementeras y para los amigos de los gobiernos de turno, pero los Municipios y Distritos como Bogotá que adoptaron la nueva tecnología de transporte han agotado sus finanzas aportando para unos elefantes blancos que nadie podrá rescatar, a menos que se cumpla lo que se dijo desde el principio, que los participantes como accionistas de las empresas creadas debían asumir todos los riesgos que significaba montar el sistema. No entiende uno por qué la Contraloría General no abre investigaciones fiscales por el detrimento patrimonial que se ha generado por ese mal negocio al que la Nación forzó a las entidades territoriales, que no tienen cómo aportar más a esa movilidad desafortunada. La Nación aportó al transporte masivo el 70% del costo, pero hoy en realidad, la Nación y algunos Bancos son los dueños de esos sistemas.
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