Desde el comienzo de las civilizaciones la sociedad ha estado dividida entre buenos y malos. Aquellos, los que establecen las reglas de juego y tienen el poder. Estos, quienes sufren la rigidez de las instituciones y que no se favorecen de los bienes que los grupos dominantes controlan, especialmente los excedentes del capital. Los buenos no siempre son mayoría; por eso los malos se rebelan. A veces, los malos son los que tienen más dinero, pues son soberbios, ambiciosos, codiciosos, avaros, conspiradores, egoístas, insaciables y calculadores. Con esa misma especie de humanos se ha construido la sociedad capitalista, salvo raras excepciones, o sea, cuando existen personas dedicadas a la filantropía, al bienestar comunitario, a la solidaridad. La división entre ricos y pobres se ha dado por el exceso de abusos en las sociedades con alto poder económico y social y, por eso, los ricos creen que los malos son los pobres pues quieren lo que no producen y envidian al que tiene, porque sus capacidades no les dan para más.
Un brillante escritor mejoró la democracia con un texto que especifica que las relaciones entre todos se basan en un contrato social. Así lo expresó Juan Jacobo Rousseau: “para vivir en sociedad, los seres humanos acuerdan un contrato social implícito que les otorga ciertos derechos a cambio de abandonar la libertad de la que dispondrían en estado de naturaleza”. Esto significa que las personas ceden parte de sí mismas para convivir con los demás pues “el estado de naturaleza” es ni más ni menos que la violencia de todos contra todos. Las base de la paz social, entonces, es el acuerdo y la cesión de derechos. La declaración de los derechos del hombre de 1789 lo dejó más claro aún: “Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Las distinciones sociales sólo pueden fundarse en la utilidad común. La finalidad de cualquier asociación política es la protección de los derechos naturales e imprescriptibles del Hombre.”
La división en clases es el origen de la desigualdad. Los que atesoraron tierras, riquezas y posición se apoderaron de todo y por la fuerza de las armas consolidaron sus apetencias en normas jurídicas. Nada de eso se ha podido cambiar sino por la potencia de las revoluciones o del voto de las mayorías contra las minorías. Lo peor de todo es la proclamación de que “todos los actos del Estado y sus gobernantes se presumen auténticos mientras no hayan sido declarados ilegales mediante una sentencia judicial”. Con ese precedente todos hemos tenido amos o patronos y hemos sido esclavos de alguien. No es el gobierno quien debe tener la razón sino el pueblo, pues sobre el poder popular se construyen las sociedades democráticas. Y la historia ha demostrado que cuando nos unimos los buenos somos más. Por eso estigmatizar al rival o al pueblo es tan malo como iniciar una guerra.
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