UNA CONSTITUCION DE SUEÑOS FALLIDOS

El origen de la Constitución de 1991 estuvo soportado en un sueño de los jóvenes de esa década, que creían que el país necesitaba un cambio sustancial en las instituciones para poder avanzar. Si bien el pueblo salió a votar la convocatoria de una Asamblea Constitucional, el propósito era limitar las reformas a temas específicos. Pero la Corte Suprema, en ejercicio del control de constitucionalidad de la norma expedida por el gobierno, quitó la frontera impuesta por los acuerdos de los partidos y por el texto que determinó las competencias. Ahora, veamos en la historia de la época para qué se necesitaba la Asamblea convocada. Según los grupos de estudio el Estado y la sociedad colombiana estaban inmersos es una crisis estructural; las instituciones no tenían la capacidad para cumplir su papel de articulación entre el Estado y la sociedad, por lo cual “formas de control y resolución de los conflictos y de tensiones sociales” actuaban paralelamente al Estado desbordándolo. Esta crisis se expresaba en la incapacidad del Ejecutivo para satisfacer las demandas y necesidades de la población. La administración era ineficiente para formular, ejecutar y controlar las políticas públicas. Es decir, era tal la situación que se necesitaba una solución que lograra darle a todas las instituciones del Estado más legitimidad democrática. (Ver Textos programa democracia U. de los Andes.1990)

Pero para algunos el objetivo fundamental de la reforma constitucional era la conquista de la paz entre los colombianos. De allí que en el texto del artículo 22 se incluyera la paz como un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento. Pues bien, llevamos 30 años y esos objetivos estructurales en cuanto a la eficacia y eficiencia del Estado y el logro de la paz no se han conseguido. Esta nueva generación que sale a las calles representa el presente y el futuro de Colombia durante los próximos 30 años, término que según analistas es propicia para evaluar si un texto constitucional o legal ha servido para cumplir sus objetivos o no, pues de los contrario debe revaluarse, modificarse o derogarse. La descripción de lo que ocurría en el país en 1990, en términos generales, es la misma en estos tiempos. Por razones de todos conocidas, los partidos políticos que son llamados a recoger ideas, evaluarlas y proponer soluciones para los problemas ciudadanos, se han aliado con las élites, para cerrar el ascenso social, las oportunidades de empleo, y el mejoramiento de las condiciones de salud, educación y derechos humanos, que son fundamentales en cualquier sociedad democrática. 

El legislador, que es el llamado a expedir las normas para el desarrollo de la Constitución, tiene un nivel de desfavorabilidad superior al 80% y las principales autoridades en las ramas del poder público, como la Presidencia y la Justicia, rebasan el 65%. Los privilegios económicos del Congreso enervan a los ciudadanos, el proceso electoral es calificado como corrupto por la compraventa de votos, sus tiempos laborales son mínimos frente al salario que devengan, sus actividades las centran en pedir puestos y contratos al gobierno para aprobar los proyectos de ley y actos legislativos, han conformado castas politiqueras que heredan curules de padres a hijos, esposas, sobrinos, nietos y bisnietos. No abren espacios para el acceso a la administración pública, porque todos los cargos son ocupados por amigos de sus campañas políticas y, además, desatienden el interés general por aprovechar en beneficio propio el poder que el pueblo les ha delegado. Por todos estos desequilibrios, ¿necesitamos una nueva constituyente?  ¿O será la calle el escenario para conseguir los cambios estructurales que el país necesita?

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