Los cambios tienen que empezar por hacer que todos los que quieran ser jueces o magistrados en todos los niveles presenten un examen de conocimientos y que demuestren experiencias relevantes que sirvan a la judicatura. Cada dos (2) años los conocimientos deberían ser respaldados por una prueba escrita, como se hace en el sector financiero y quien no la gane debe salir de la carrera. No mediante evaluaciones subjetivas, sino con pruebas objetivas que puedan ser valoradas lógica y matemáticamente.
Hoy todas las listas que se manejan tienen tintes políticos. Los escogidos para el Consejo Superior de la Judicatura entregan su autonomía al momento de ser votados para esos altos cargos, porque desde el comienzo hipotecan la selección que harán durante sus ocho años de ejercicio. Seamos más claros un magistrado de la judicatura ya sabe que con la discrecionalidad que tiene puede escoger amigos personales y amigos de sus amigos. Si hubiera una prueba de conocimientos y una evaluación de experiencia ese favoritismo, que puede oler a corrupción, terminaría. Todas las altas Cortes deberían someterse a ese examen, “previa convocatoria pública reglada”, como dice el artículo 257A de la Constitución.
Lamentablemente los partidos políticos, que viven del presupuesto público destinado a la contratación y de la burocracia, le hacen el juego a la discrecionalidad y rechazan los exámenes porque muchos de sus copartidarios se rajan en esas pruebas. Es mejor tener el control asegurado, dando dedo a cada cargo de importancia estatal. La discrecionalidad y el libre nombramiento y remoción solamente debe operar para los puestos políticos, pero no para aquellos que exijan un mínimo de conocimientos en cualquier rama del saber. Qué bueno sería que en estos últimos casos se aprobara el cambio del régimen presidencialista que tenemos y pasáramos al régimen parlamentario, para que desde las mayorías del Congreso en cada legislatura se controlara a la rama ejecutiva del poder, exigiendo calidad y no cantidad.
La justicia es el soporte del equilibrio de los poderes. Si la justicia se politiza o se corrompe, ninguna democracia puede sobrevivir. La falta de altos estándares en la administración de justicia acarrea consecuencias funestas, como la violencia indiscriminada y la justicia por mano propia. La justicia tiene que dividirse en una rama destinada a las pequeñas causas y, otra, para los negocios de mayor trascendencia. Una y otra mantienen la armonía social. A veces un pequeño hurto es más grave que la comisión de un delito con mayor pena y desencadena toda una serie de crímenes inimaginables. Todos deseamos una justicia togada pero transparente, que cumpla los términos procesales, y que dicte sentencias que sirvan como precedente para casos posteriores. No más procesos de 3, 5, 10 y 20 años de duración. La corrupción en la justicia es el peor mal de una sociedad democrática.
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